sábado, 7 de febrero de 2009

Sobre la pena de muerte

Nunca me he sentido alguien con la autoridad para decidir si una persona merece morir o no, simplemente se lo dejo a algo más grande que yo (“divino” si quieren, pónganle el nombre que gusten). Considero que ese es el derecho más fundamental con el que contamos y el Estado y la sociedad misma debemos defender y salvaguardar en toda circunstancia.

La evolución de la civilización que conocemos nos ha llevado a establecer, comprender y reconocer derechos de los niños o de las mujeres por ejemplo y cada vez toman más fuerza los derechos de animales. Dicho lo anterior, se pensaría que el derecho a la vida de todo ser humano es un paso que dimos hace mucho tiempo, por eso considero que matizar o condicionar ese derecho aún con el “amparo” de una ley es una involución de la civilización.

En términos menos ideológicos y más prácticos, el sistema de “justicia” mexicano [sonora carcajada] descansa principalmente en la figura de un llamado ministerio público, con facultades y responsabilidades que rebasan las capacidades operativas de éste. Creo que sería un tanto ocioso comentar acerca del grado de corrupción que presentan los ministerios públicos, o tampoco hay lugar a dudas sobre la indiferencia, la insensibilidad y carencia de valores morales, civiles y humanos que, pareciera, se esmeran en demostrar.

Estas podridas figuras de autoridad en la práctica tienen la facultad de mandar a la cárcel a quien ellos decidan y por el motivo que quieran. Todos sabemos además que a excepción de casos puntuales, no se realiza en general labor de investigación por la gran mayoría de crímenes de todos tamaños y niveles de gravedad, sabemos de las prácticas difundidas y hasta entendidas como “normales” de sembrar evidencias condenatorias o concluyentes para dar por terminado algún caso. Todo esto se deriva en que las cárceles están llenas de inocentes, no tengan duda de eso, inocentes que los ministerios públicos pusieron ahí en lugar de los verdaderos criminales.

Mucho se ha hablado hoy en día entre la clase política de que la sociedad “exige la pena de muerte”, como si responder las necesidades o exigencias de la sociedad fuera práctica común entre los políticos. Mencionan las encuestas como si se tratara de sagradas escrituras a las que se debe atender sin cuestionar: “8 de cada 10 mexicanos lo pide…”; la verdad es que 99 de cada 100 pedimos que esos mismos políticos se bajen los salarios y no lo han hecho...

La triste verdad de nuestro país consiste en que en éste momento están asesinando a alguien, quien mañana presentarán los noticieros simplemente como “otro más ejecutado por el narco”, recogerán su cadáver y lo entregarán a quien corresponda y ya, ¿Quién lo asesinó?, ¿Porqué? Son preguntas que no encuentran respuesta. En éste momento hay decenas o quizá cientos de personas secuestradas, e igual número de familias con la angustia de que probablemente no volverán a ver a sus familiares vivos, los más infortunados ni muertos, y que ninguno de los secuestradores será encarcelado. ¿Pena de muerte? ¿A quién se la van a aplicar? Si nadie es aprendido por las autoridades. Si de cada 100 secuestros se castiga 1, ¿De verdad creemos que los restantes 99 desistirán si el castigo es ejemplar?

Mientras el sistema de justicia mexicano siga estructurado como ahora, mientras las corporaciones policiacas, judiciales y marciales sigan corrompidas, mientras no se regule y vigile el accionar de los jueces con posibles implicaciones punitivas, será una aberración darle la facultad de asesinar (no se puede llamar de otra forma) presuntos delincuentes al sistema de impartición de “justicia”, equivalente a proporcionarles una “licencia para matar” a nuestras autoridades judiciales.

Si la pena de muerte en sí misma me da tristeza, instaurarla en México me da terror.

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